EL ORIGEN DE ELEGGUÁ, PATAKI
En cierta tribu africana había un Oba que se llamaba Echu Okuboro. Con su mujer, Agñagui, tuvo un hijo al que llamaron Elegguá. Creció el muchacho y, como Obaloye que era, le nombraron su correspondiente séquito.
Aquel muchacho tan travieso que no le temía a nada ni a nadie y que en todo se metía, fuera malo o bueno, que tan pronto era tu amigo como tu enemigo, que estaba envalentonado por ser príncipe, ¿era capaz de sentir temor por aquel insignificante coquito?
Elegguá llevó el coco a su casa y le contó a sus padres lo que había visto, pero no le creyeron. Entonces tiró el coco detrás de la puerta y ahí lo dejó. Pero un día, reunida toda la casa Real en una fiesta, todos vieron con asombro las luces del coco y se horrorizaron de aquello. Tres días después de la fiesta, Elegguá murió. Durante el velorio el coco estuvo alumbrando, reverenciado con temor por todos los concurrentes.
Mucho tiempo después de la muerte del príncipe Elegguá, el pueblo pasaba por una situación desesperada y los aguo se reunieron y determinaron que todo ocurría por causa del abandono en que se encontraba el coco dejado por Elegguá y fueron a rendirle culto, pero hallaron el coco vacío y comido por los bichos. Entonces deliberaron sobre lo que se debía hacer con él, un objeto sin duda alguna sagrado, y decidieron hacer todo lo posible por que perdurara a tráves de los siglos. Pensaron, por fin, en la Otá (piedra), y la aceptaron lavada, poniéndola en un rincón, lo cual se ha seguido haciendo hasta la actualidad.
Este fue el origen de Elegguá. Por eso se dice:
Iku lobi ocha (el Muerto parió al Santo), y es una gran verdad que si no hay muertos no hay santos.